Aquel comunismo que no volverá

CUANDO veo a ese gordinflón educado en Suiza que, en nombre del comunismo, hace pasar hambre a 25 millones de personas en Corea del Norte me dan náuseas. Pero también me resulta repulsivo el régimen de Castro que, apelando a una manida Revolución, encarcela a miles de disidentes cubanos. Y qué se puede decir de las ignominias de un estalinismo que envió a millones de personas al exterminio en los campos de trabajo siberianos.

Solszenitsin sostenía que el gulag era la esencia del comunismo soviético y no tengo argumentos para contradecirle. Pero, sin embargo, añoro profundamente los tiempos en los que el comunismo era un ideal de igualdad y fraternidad, una utopía que nos daba fuerzas para sobrevivir en un franquismo del que queríamos escapar a toda costa. He rememorado esta sensación al leer Limónov, el libro de Emmanuel Carrère, en el que cuenta la vida de un hombre que nunca renunció al comunismo a pesar de sufrir el exilio y la cárcel.

Su padre era chekista y Eduard Limónov había crecido en un sórdido ambiente de provincias, como Putin. Hay un personaje en el relato de Carrère que reconoce las miserias del régimen soviético, pero que dice: «No podemos explicar a los rusos que han creído en una mierda durante 70 años». Limónov llegó incluso a fundar un partido bolchevique tras la caída de la Unión Soviética que naturalmente no tuvo ningún éxito.

Trabajó de mayordomo de un millonario en Nueva York, alternó con la extrema izquierda en París, fue autor de éxito en la Rusia de Yeltsin y acabó en la siniestra cárcel de Lefortovo por conspirar contra el sistema. Pero la realidad es que Limónov fue el único que nunca se movió, fiel a una causa desprestigiada por la historia.

A pesar de sus irreparables horrores, vuelvo a sentir nostalgia por aquel comunista de nuestra juventud que nos hacía creer que podíamos cambiar el mundo, siguiendo las vibrantes palabras de Marx en el Manifiesto de 1848 cuando Europa ardía por las revoluciones burguesas.

Acaricio las desgastadas páginas de los tres tomos de El capital en aquella edición mexicana de color naranja de los años 70. Y leo algunas reflexiones que podrían ser hoy perfectamente válidas. Pero soy consciente de que el comunismo jamás volverá, aunque no puedo evitar seguir creyendo que las grandes utopías son necesarias para sobrevivir, máxime en unos tiempos en los que cada uno va a lo suyo.